Fue como volver otra vez a los intersticios de una infancia que llegué a pensar lejana. Condenada al olvido junto a esos cuentos que la supieron adornar alguna vez. Fue como encontrar cobijo, junto a todos los presentes, en esos abrazos casi maternales que formaban las palabras, y el arrullo de las risas. Allá muy lejos y hace tiempo, la mayoría de los allí presentes nos supimos deleitar con cuentos, que al igual que sus pájaros, comenzábamos a remendar entre sonrisas.
La Feria bullía en ese 3 de Septiembre. A tres días de inauguración, carpas blancas coronaban la plaza principal de la capital cordobesa, y las personas parecían rebalsarse a la salida, obstruían los pasillos y a duras penas si podía ver uno entre tantas cabezas asombradas y curiosas, ansiosas de desentrañar los mundos cifrados de los libros. Después de un día de canciones infantiles y festivales internacionales de cuentacuentos, sólo faltaba esperar que dieran las 19:30 y enfilar al auditorio del Obispo Mercadillo, ese centro cultural que lleva el nombre de lo que fuera en el año 1698 la sede de la Diócesis de Tucumán, y de la que hoy sólo queda el oratorio con su fachada ornamentada y su balcón colonial. Pero teníamos una cita con la lectura y los recuerdos infantiles, las costumbres populares. Íbamos dispuestas a emprender la aventura de encontrar un tigre en la selva de las palabras.
Se llama Gustavo Roldán y nació allá por 1935 en la provincia de Chaco. Pasó su infancia en Fortín Lavalle, entre cuentos de peones y ruedas de mate, y quizás también, como a muchos de nosotros, le supieron contar sus padres y su abuela cuentos a la hora de dormir. Fue en la escuela Presidencia Roque Sáenz Peña que descubrió “la aventura de leer”, un día que le permitieron mirar y tocar los libros encuadernados. Entonces se topó con la maravilla oriental de las Mil y una noches, y lo atraparon las historietas que fomentaron su gusto por la lectura: “aprendí a leer bien, para leer más revistas de historietas”, comenta con una sonrisa. Siendo niño quiso ser trapecista, domador y también mago, “había descubierto, pensándolo seriamente, que para trapecista se me habían pasado un poco los años… pero todavía sigo yendo a la escuela de magia”, y es que la magia como la escritura “son exactamente el mismo trabajo, las dos son ilusiones”. Hoy, a sus 76 años tiene el cabello canoso y algunas arrugas, el mirar profundo y el hablar sereno y claro. Le preguntan la relación de la literatura con el pensamiento y las ideas, él responde con otra pregunta y una adaptación del Génesis. “¿Pero por qué se escriben cuentos?” pregunta y nadie responde, “para recuperar el paraíso perdido”, en esa historia de un Adán inocente y una “señora” que eligió de entre tantas frutas sólo una manzana. Desde entonces, el hombre camina por el mundo, es un trashumante y un viajero, un peregrino con dolor y frustraciones, que ya no le basta con tender la mano y tomar el mejor de los frutos, porque debe cavar un pozo y plantar las semillas y esperar que broten… Pero sin esa historia, no habría cuentos, porque alguien, alguna vez, quiso contar todo lo bello y hermoso que había en el mundo para contrarrestar el miedo y las carencias.
Ahora está presentando su último libro, que salió a la venta en el mes de Abril, donde aporta una mirada sobre la literatura infantil y juvenil y revitaliza esos valores como la solidaridad, la dignidad, la ética, la justicia y la libertad.
"¿Qué contaría el sapo de su visita en Córdoba?" El sapo no es un visitante de Córdoba, es un hombre de Córdoba, un bicho de Córdoba; tantos años vivió en esta ciudad... Gustavo afirma que como siempre que vuelve el sapo a Córdoba, vuelve contento de lo que ve, lo que encuentra, lo que mira; quizás se sorprende un poco porque se encuentra cada vez con más huecos en las calles y manzanas y túneles que no había antes. Pero si hay algo que realmente le gusta, es encontrar la tonada, cosa fundamental de cada pueblo, de cada ciudad. La tonada con la que se identifica y dice que tanto le gusta, " y pasa que dos horas antes de llegar a Córdoba uno empieza a hablar en cordobés". Y en esa salita que se ha ido aclimatando familiarmente, donde sin que nos diéramos cuenta se ha ido creando un lazo, quizás más ligado ahora, agradecidos de que nos haya regalado la compañía de sus personajes y nos haya llenado de cuentos la infancia. Es el momento indicado en el que afirma -y nos sentimos todos iguales, y también más cercanos- "gente que se parece un poco más a lo que soy yo". Y tal vez es cierto, y tiene algo de mago, algo de ilusorio esa cita con la literatura, algo de encanto que se desvanece cuando todo termina, pero que queda en nosotros. "¿Cuándo terminará de hablar este viejo?" dice entre risas, y el publico ríe y aplaude, y sólo entonces nos damos cuenta que la charla ha tocado su fin.
Encontrar un tigre… encontrar un tigre es como encontrarse a sí mismo también, en la selva de las palabras todos somos enmascarados y hombres que pisamos nuestras sombras. Somos Sherezade inventando un cuento cada noche, somos Huck Finn en la libertad que resulta de las carencias materiales… Somos el dragón y el tigre… Porque quizás lo importante es un tigre que nunca nadie vio y Gustavo- el mago, el escritor, el hacedor de palabras y cuentos que deleitan a todos los lectores- afirma decir que no, no vio el tigre, pero vio sus huellas… Y nosotros, ¿qué buscamos en las páginas de sus libros?, ¿Qué buscamos en el sabor de los montes y el murmullo de sus animales? Quizás sea simple, si la magia es como la escritura, también la lectura puede ser susceptible de transformarse en tigre.
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